Hemos visto cómo surgió la vida, cómo nos rodea un mundo microscópico, y ahora vamos a adentrarnos en el pasado remoto de la vida macroscópica. Para ello debemos saber que la paleontología es la ciencia que estudia los seres orgánicos que vivieron en épocas pasadas con el objetivo de establecer sus relaciones mutuas y con el medio ambiente en que se desarrollaron, así como su ordenación en el tiempo ―la etimología griega se compone de tres raíces: παλαιός (palaios: antiguo), συτσς (ontos: el ser, lo que es) y λογος (logos: tratado, fundamento, razón).
Este estudio es posible gracias a los restos de tales organismos que han llegado hasta nosotros formando parte de las rocas sedimentarias: los fósiles, la primera fuente de conocimiento acerca de la vida extinta ―la palabra fósil deriva del latín fossilis, y fue empleada por Plinio el Viejo para designar de forma genérica cualquier objeto enterrado bajo tierra (en su sentido original, un fósil era cualquier cosa curiosa que estaba enterrada, de ahí que entraban en su definición los minerales y las rocas).
Bryson nos explica que, a pesar de lo que pueda parecer, encontrar restos fósiles es una tarea enormemente complicada por varias razones: se tienen que dar circunstancias especiales en el cadáver del animal (debe poseer partes duras), en el sedimento donde reposa (si queda expuesto no se preservará), que la geología sea propicia y, sobre todo, tenemos que llegar nosotros millones de años después y tener la fortuna y la perspicacia de darnos cuenta de que el trozo de roca que pisamos en lo alto de una montaña es en realidad el cuerpo fosilizado de un enorme pez, o la huella diminuta de un microorganismo…
A pesar de todas estas dificultades contamos con grandes cantidades de fósiles y su número aumenta constantemente. Sin embargo, a la hora de clasificar y determinar su herencia evolutiva nos queda la duda de si lo que tenemos ante nosotros ―conociendo su escasez― es un reflejo fiel del pasado de la vida en un momento dado. ¿Quién nos asegura que no estamos viendo más que una muestra diminuta, el detalle de una esquina en lugar del enorme cuadro que representa la rica fauna pretérita? Este es uno de los principales problemas al que tienen que enfrentarse los paleontólogos: la escasez del registro fósil.
Algo así sucedió con el estudio de la llamada “explosión cámbrica” que tuvo lugar hace más de 500 millones de años. Se trata de la aparición súbita (tengamos en mente que siempre hablamos en términos geológicos, es decir, contando millones de años) de una gran variedad de organismos complejos. Esta explosión se manifiesta claramente en la abundancia de trilobites, una clase de artrópodos que aparecieron al comienzo del Cámbrico, la mayoría de los cuales desaparecieron con la extinción masiva del final de este periodo (se salvaron los que habitaban en las profundidades marinas).
Si pudieses volar hacia atrás por el pasado a la velocidad de un año por segundo, tardarías una media hora en llegar a la época de Cristo y algo más de tres semanas en llegar a los inicios de la vida humana. Pero te llevaría veinte años llegar al principio del periodo Cámbrico.
Para Charles Darwin, la mera existencia de estos fósiles, su aparición súbita como organismos complejos, suponía un reto a su teoría de la evolución que, por aquel entonces, requería eones para producir pequeños y progresivos cambios morfológicos.
Pero hete aquí que para poner un poco de luz llegó el bueno de Charles Doolittle Walcott, un paleontólogo que descubrió en 1909 uno de los yacimientos de fósiles más importantes del mundo: Burguess Shale. Este lugar es tan importante para la paleontología porque alberga una rica y variada colección de restos fósiles del Cámbrico, fósiles que presentan una gran disparidad de tamaños, diseños anatómicos etc. Su interpretación y correcta clasificación ha sido (y sigue siendo en algunos aspectos) objeto de interesantes debates.
Y en este punto Bryson nos introduce en un tema interesantísimo: las disputas ―quizás sea una forma demasiado suave de calificar algunos enfrentamientos dialécticos realmente duros―entre paleontólogos, biólogos evolutivos etc. con la entrada en escena de alguien que, personalmente, tiene gran parte de la culpa de que me haya enamorado de la ciencia: Stephen Jay Gould.
Gould propuso junto con Niles Elderedge la teoría del equilibrio puntuado que sugería que los aparentes “estallidos” de evolución durante periodos breves que se aprecian en algunos linajes fósiles, separados por largos períodos de estabilidad ―equilibrio o estasis, es decir, ausencia de cambio morfológico― no se debían, como Darwin indicó, a un conocimiento fragmentario del registro fósil, sino a episodios de evolución rápida, que interrumpían ―o puntuaban― los periodos de cambio gradual que Darwin imaginó como fundamento en la evolución. Es evolución rápida, que coincidía con la especiación, seguida de largos periodos de calma evolutiva se ha convertido para algunos en un auténtico anatema.
La historia de la vida ―escribió Gould― es una historia de eliminación masiva seguida de diferenciación dentro de unos cuantos linajes supervivientes, no el cuento convencional de una excelencia, una complejidad y una diversidad continuadas y crecientes.
El agrio enfrentamiento entre Gould y varios de sus colegas (Richard Dawkins entre ellos) tuvo como detonante la publicación en 1989 de un libro del primero titulado La vida maravillosa. En él, Gould ofrecía el mensaje del carácter imprevisible y contingente de cualquier acontecimiento evolutivo concreto, y hace hincapié en que el origen de Homo sapiens debe ser considerado como uno de tales sucesos irrepetibles, no como una consecuencia prevista (es decir, trae a colación el recurrente debate sobre la dirección de la evolución hacia una complejidad siempre creciente).
El descubrimiento de unos fósiles en Australia del periodo Ediacárico (hace alrededor de 635 millones de años) y cuya publicación por parte de Reginald Sprigg supuso un auténtico suplicio sirvió para hacer una revaloración crítica (yo diría una reevaluación). Como resultado se descubrió que los fósiles de Burguess no eran tan diferentes ya que se habían malinterpretado los restos encontrados. Parece que las pruebas volvían a dar la razón al genio de Darwin y la aparición de la vida compleja no fue tan brusca ya que existían organismos complejos unos cien millones antes de la “explosión cámbrica”. Se llegó a la conclusión de que esta explosión probablemente fuese más un aumento de tamaño que una aparición súbita de nuevos tipos corporales.